Humanismo Soka
«Todas las cosas que me pasaron fueron motivos para que pueda brindar aliento. Gracias a nuestro gran maestro, hicimos una gran revolución familiar».
Cuando Alicia era una niña, sus padres discutían mucho. Habían venido a Buenos Aires desde la isla de Okinawa, Japón, luego de la Segunda Guerra Mundial, con la esperanza de encontrar un mejor porvenir. A sus once años, su padre volvió a Japón y nunca las volvió a ver. En ese entonces, afrontando sola la crianza de Alicia y sus dos hermanos en un país ubicado en una tierra distante de su Japón natal, su madre conoció la Soka Gakkai y rápidamente abrazó la fe en el budismo de Nichiren Daishonin. Al comienzo Alicia sintió que esta filosofía era ajena a ella, sin embargo observaba a su madre volverse cada vez más fuerte, sabia y feliz. Su hermana mayor también comenzó a participar de las reuniones y a practicar el budismo. Alicia se sentía sola: en la escuela se burlaban de ella por sus rasgos orientales y, además, no tenía noticias de su padre.
Un día de 1968, una compañera la invitó a bailar en el primer festival cultural que realizó la SGIAR. Luego de esta experiencia, que la acercó a nuevas amigas con quienes comenzó a realizar la práctica del daimoku [repetición de Nam-myoho-renge-kyo], de a poco Alicia comenzó a practicar el budismo. Abrigaba el deseo de ir a Japón a conocer al maestro Ikeda y a reencontrarse con su padre. Con perseverancia, durante siete años oró con la decisión de hacer realidad ese sueño. Finalmente, gracias a sus enormes esfuerzos, logró viajar. Sin embargo, Alicia no volvería a encontrarse con su padre. Pero fue entonces cuando, gracias a su espíritu irrefrenable y su vibrante pasión, Alicia tuvo la oportunidad de conocer a su maestro Daisaku Ikeda. En el momento en el que se encontraron, la recibió con las palabras: «Te estaba esperando, hija mía», como nos comparte Alicia con los ojos brillantes de lágrimas. A partir de ese momento, percibiendo la historia que guardaba aquella joven y pensando en su porvenir, el maestro Ikeda comenzó a entrenarla directamente como traductora de ciertas actividades en las que él participaba. Alicia se desafió en aprender japonés para convertirse en traductora, y así tuvo la oportunidad de acompañar al maestro Ikeda en algunos de sus viajes por el mundo.
«Siento que no tengo identidad», le dije al maestro Ikeda en una oportunidad. «En Argentina se burlaban de mi cara porque tengo rostro oriental, pero acá me preguntan de dónde soy». Él me alentó con las siguientes palabras: «Escuche con atención. Tiene un gran tesoro en su vida: tener dos culturas. ¿Sabe cuánta gente aprendería de usted? No se sienta inferior, al contrario, sienta el orgullo de tener ambas culturas». Este cambio de perspectiva sacudió mi vida.
En Japón se casó y al regresar a la Argentina, tuvo un hijo. Más tarde, se divorció, pero vivía muy feliz trabajando mientras se esforzaba al máximo en las actividades de la Soka Gakkai. Cuando, en 1993, volvió a encontrarse con el maestro Ikeda durante su visita en la Argentina, él le transmitió: «Quiero que sea realmente feliz».
A partir de estas palabras analicé qué cosas vio Sensei por las que no me dijo «La veo muy feliz». Entendí que nunca me había propuesto construir un hogar para el avance del kosen-rufu (paz mundial). Cuando me puse ese objetivo, apareció en mi vida Daniel; que vivía en Córdoba y yo en Buenos Aires. Él viajaba semanalmente y aprovechaba la oportunidad para participar de las reuniones de estudio. «Necesito alguien que me acompañe a luchar fuertemente por la felicidad de las personas de Córdoba», me dijo. «¿No te gustaría compartir la vida conmigo para luchar juntos por esta noble causa?». Y así, acepté: «¡Sí, sería fascinante!» Fueron años donde nos desafiamos al máximo.
Años más tarde, volvieron a Buenos Aires a cuidar a la madre de Alicia, quien luego de cinco años, falleció. Junto a sus dos hermanos que se encontraban en distintas partes del mundo, se encontraron en Okinawa para cumplir el deseo de su madre de esparcir sus cenizas en el mar de la isla. Fue entonces cuando se acercó una mujer desconocida que se ofreció a acompañarlos: era su hermana de parte del padre, de quien no habían tenido noticias desde niños.
«Entonces, ¿cómo está él?», le preguntamos. «No, él falleció. Pero un año antes de morir, ingresó a la Soka Gakkai. Lo que más le gustaba era cantar daimoku». Durante muchos años, oré por su felicidad. A través de profundizar el estudio budista, que nos enseña sobre la importancia de saldar las deudas de gratitud, yo había entonado daimoku por él, ya que nos había dado la vida. Como me dijo Sensei una vez «su padre cumplió una función. Gracias a él, comenzaron a practicar».
Aprendí a no temer a los sufrimientos. Antes me enojaba cuando Sensei decía: «Mientras uno es joven, debe afrontar sufrimientos. Porque los sufrimientos nos hacen fuertes». Yo me preguntaba «¿por qué tenemos que sufrir? No quiero...». Pero, en realidad, si aparecen los sufrimientos y los obstáculos, sin falta uno comienza a esforzarse en la fe para transformarlos. Y este es el mejor entrenamiento para convertirse en un gran ser humano».
Actualmente, Alicia y Daniel participan activamente de las reuniones de diálogo del barrio de Caballito, saliendo al encuentro de los miembros y brindando aliento constante a sus vecinos, amigos y familiares. Este desafío les permite vivir cada jornada con grandiosa fuerza vital y colmados de alegría.
Sobrepasamos toda clase de obstáculos. Y podemos decir que somos felices… ¡Y más aún viendo todo el crecimiento de los jóvenes! Estoy tranquila, porque el kosen-rufu de la Argentina sin falta se está logrando y se va a expandir cada vez más gracias a los maravillosos jóvenes. ¡Muchísimas gracias!